En el Congreso Empresarial Colombiano de la ANDI, Sergio Díaz-Granados, presidente ejecutivo de CAF –Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe–, no llegó a Cartagena a repartir frases bonitas. Llegó con cifras, advertencias y un mensaje que, si se toma en serio, implica mover estructuras políticas y económicas en toda la región. Entre sus datos más directos: más de 7.500 millones de dólares canalizados hacia el sector privado, un potencial enorme en el agro y la biodiversidad para impulsar la transición energética, y la urgencia de no seguir ignorando a los 18 millones de jóvenes que hoy ni estudian ni trabajan en América Latina y el Caribe.
La cifra de 7.500 millones de dólares no es un simple titular; es un termómetro de hasta dónde el capital regional puede empujar transformaciones si se orienta con cabeza fría y no como parche coyuntural. Díaz-Granados subrayó que el sector privado no puede seguir asumiendo que las oportunidades se cocinan solas: hay que invertir en sectores estratégicos y con visión de largo plazo. El agro, por ejemplo, no solo produce alimentos; es un jugador central en la transición energética si se gestiona con tecnología, valor agregado y una mirada integral sobre biodiversidad. No se trata de moda verde, sino de convertir lo que hoy es discurso en industria.
Pero el discurso se volvió más incómodo cuando puso sobre la mesa a los llamados “ninis”: 18 millones de jóvenes que no estudian ni trabajan en la región. La cifra es un recordatorio brutal de que, sin políticas públicas agresivas y una alianza real con el sector productivo, la región seguirá incubando frustración social y desperdiciando talento. No es un problema de juventud “desmotivada”, sino de sistemas educativos desalineados, mercados laborales cerrados y una falta crónica de políticas que integren formación con empleo digno. Resolver esto no es solo una cuestión social; es una estrategia económica de supervivencia.
La mirada también se posó sobre las ciudades. Mejorar la calidad de vida y la movilidad urbana no es un lujo de países ricos. En América Latina y el Caribe, donde las metrópolis crecen sin orden y las periferias son un agujero negro de oportunidades, hablar de integración regional también implica hablar de transporte eficiente, vivienda digna y planificación urbana que reduzca las brechas. Un sistema de movilidad que conecta a la gente con empleo y servicios no es solo infraestructura: es política económica con impacto directo en la productividad.
Díaz-Granados insistió en que integrar la región no es un acto retórico de foros internacionales. Significa crear condiciones reales para que los países no compitan a la baja entre sí y, en cambio, encuentren ventajas compartidas frente a un escenario global cada vez más competitivo y menos paciente. La transición energética, la digitalización, el comercio intrarregional y la financiación conjunta de grandes proyectos son piezas de un rompecabezas que requiere voluntad política y coordinación empresarial.
El llamado fue claro: las brechas que hoy dividen a América Latina y el Caribe no se cerrarán solas, y el tiempo juega en contra. El mundo no va a esperar a que la región se ponga de acuerdo sobre cómo aprovechar su biodiversidad, cómo generar empleo de calidad o cómo posicionarse en las cadenas de valor globales. Cada año que pasa sin acción decidida es una oportunidad que se entrega a otros. Las cifras, los diagnósticos y los discursos ya están sobre la mesa; lo que falta es la capacidad de convertirlos en políticas y negocios concretos.
Al final, el mensaje de Díaz-Granados podría resumirse en una advertencia incómoda: o América Latina y el Caribe aprenden a jugar como bloque con una agenda clara, o seguirán asistiendo a foros para hablar de lo que podrían ser, mientras el resto del mundo reparte el mercado y las oportunidades. El capital está, los recursos están, incluso los diagnósticos están. Lo que está en duda es si habrá la determinación para pasar de las cifras al cambio real.